Hace veintiocho años tuvo lugar la escena que voy a referir. Mi padre, un hombre todavía joven, se ocupaba de la silenciosa administración de un fumadero de opio en la séptima cuadra de la calle Colón. Eran las cinco de una tarde borrosa y pocos clientes; una turba mínima se adentró en la oficina en la que mi padre guardaba los dineros. Unos cuantos disparos bastaron. Mi padre murió sin alzar la cabeza; de las parcas ganancias que rodeaban su cadáver, nadie tocó una moneda. En los periódicos la noticia no mereció más que unos pocos párrafos. Fue en medio de esa brevedad que mi madre y yo, que hasta entonces habíamos poseído el hábito del dispendio módico, nos derrumbamos en la pobreza.
Mi madre pasó de la desesperación a la inacción y desde allí a la resignación y a la mansedumbre. Vendimos cuanto pudimos; de la casa que alquilábamos en un barrio de orden como lo es el del Banco nos entregamos a una pieza en un caserío del Bajo. Todos los domingos, cuando acompañaba a mi madre a vender telas en la feria de la calle Chavango, veía la angosta puerta del lugar en donde habían matado a mi padre. Una vez corrí hasta el umbral y rocé el metal con las manos; la sombra del rostro de un hombre aindiado y bajo se asomó. Esa fue la única imagen que logré arrancar al sitio en donde mi padre amanecía, en mis sueños, envuelto en una muerte a balazos.
Es poco lo que recuerdo de los días en los que mi madre cedió al alivio de la prostitución. Quizás un comprador de géneros alabó su belleza un tanto gastada, o tal vez (lo cual es más probable), mi madre se exhibió con algo de fingido pudor, para convencer al solicitante de que la conquista era premio a su esfuerzo de varón. Todas las tardes mi madre se encerraba con algún hombre rústico al que no le faltaba cierta timidez; esa característica, a pesar del pequeño número de raudos consortes (que a mis ojos aparecía como una cifra vastísima), jamás variaba. Después aprendería que el hombre que se aviene a una transacción sexual lo hace con una mezcla de ansiedad y de oprobio. Ya se sabía en las calles que la nuestra era una casa mala, pero el costo de ser la canalla era inferior al de la honesta indigencia sazonada con hambre. Para ayudar a mi madre yo me había empleado en un almacén en donde decía ser huérfano.
Tantas tardes habían pasado desde la muerte de mi padre que esa amargura distante empezaba a esfumarse, como si ese episodio habitara en la fábula. Llovía en la ocasión que yo regresaba del almacén cuando otros muchachos me avisaron sin malicia que a mi madre la había llevado la policía. Al principio el desconcierto me hizo deambular por entre las casas sin patio del vecindario hasta que alguien me dijo que la retenían en la cárcel de contraventores. El viaje hasta ese lugar, en esos años apenas adolescentes, se me antojó aparente. Al llegar, me dijeron que ya era tarde y que los detenidos no podían recibir visitas; yo debía volver al otro día. Sin dinero y agotado, pasé la noche en las veredas, oyendo la alborozada jerga nocturna que se derramaba desde las ventanas de las celdas.
Desperté sin sueño junto a una mujer a la que (yo lo sabría más tarde) una bala había arrancado una mano mientras protegía a un hombre al que, con convicción, había jurado pertenecerle. Quizás fuera un par de años mayor que yo; esa mezcla incrédula de fatiga y frescura ya no me sorprende, pero tantos años atrás fue, como en las alquimias, de un relumbre no lejano a aquél con el que nos desconcierta el oro falso. Con su mano buena me emparejó la ropa y me dio unas monedas para que comprase algo para comer. Después me hizo entrar a la cárcel a través de un acceso que sabía manejar bien; allí me bañé en un zaguán en el que de una canilla fluía un magro chorro de agua; ella me vio casi desnudo, pero fingió mirar hacia otro lado. En los pasillos de Devoto supe que la llamaban la Manca.
No habían pasado más de dos horas desde el mediodía cuando un comisario de apellido Benavídez entró a las dependencias de la cárcel como quien se aposenta en su estancia. Una guardia de agentes lo protegía de los ruegos de mil suplicantes que le inquirían por el destino de algún pariente. Alguien le recordaba un favor. La Manca se abrió paso entre el gentío y habló unas palabras con Benavídez. El hombre, grueso y moreno, me llamó. Como a un niño me tomó del brazo y me hizo marchar, junto a él y en medio de las solicitudes sin oír que inundaban las salas, hasta la celda donde mi madre esperaba, sin premura, el simple paso del tiempo. Benavídez me obsequió dinero y dispuso la liberación de mi madre. Mientras ella se deshacía en gratitud, sentí en Benavídez la risueña jactancia de saberse dadivoso y, para tantos elementales seguidores a los que concedía alguna ínfima esplendidez, también único.
Esa noche comimos bajo los consejos de la Manca. Mi madre recibió su primer traje, que a la vez protegía y delataba su labor, y que era presente de Benavídez, y su libreta, que la hacía miembro legítimo de ese extenso círculo de simuladas gimientes. He olvidado los pormenores del negocio y su pretenciosa legitimación ante las autoridades; a mi madre y a mí sólo podía interesarnos la vigencia y la cantidad de los encuentros y la parcial recompensa que nos correspondiera. Un detalle, sí, quisiera consignar: la conciencia, adormilada por la gravedad y la irreversibilidad de los hechos, de saber que mi madre se convertía, en instantes de crepúsculo del día y de crepúsculo de su juventud, en meretriz. La Manca nos dejó tras un saludo fríamente amigable y esa noche mi madre y yo dormimos lo que habrá sido el último sueño de Adán en el Jardín, pero hoy tengo para mí que nuestra caída no se inició con su pertenencia a ese gremio desconsolado sino con el asesinato de mi padre. Por la mañana, temprano como la helada, mi madre marchó a su trabajo.
Por un tiempo, yo retuve el empleo en el almacén. Sería la hora del cierre cuando la Manca cruzó la calle para buscarme; me dijo que la enviaba Benavídez, y que yo, aún joven y torpe, podía ser útil al dueño de mi madre. Al igual que mi vista se había detenido sobre la puerta de hierro tras la cual mi padre había muerto, así rondé con los ojos la entrada del burdel donde ella se entregaría a su quehacer. Benavídez me recibió en el despacho de su comisaría. La Manca nos dejó solos, pero la conversación duró poco: me ofrecía el oficio de aprendiz de rufián. Intuí que su poder era reciente y que necesitaba adeptos; alguien tan frágil como yo no podía preocuparlo. A cambio de un traje y de un puñado de pesos, acepté. Al salir, la Manca puso en mi mano una daga, que no era sino un salvoconducto o un símbolo. Hoy pienso, como en ese día, que todo aquello era un disfraz y que esa apariencia de verdugos endebles sólo existía para disimular el miedo.
Mi destino fue un local cercano al puerto en donde imperaba la voluntad de un italiano ebrio cuyo nombre me es indiferente. Quizás se llamara Rossi. En realidad, la Aldao, su mujer, era la voz del lugar; enemistarse con ella era granjearse la desconfianza de Benavídez. Intuí que habían sido amantes y que ella sobrellevaba la degradación de haber perdido su afecto. Ese resentimiento se había trocado en un odio teatral: la Aldao se hacía respetar y temer como la hembra de Benavídez, pero había en sus órdenes una vacilación que evidenciaba el ardid: la Aldao era, simplemente, un pasado que Benavídez no consentía en recordar. Jamás sabré quién la sustituyó en los favores de ese hombretón de cabellos renegridos en esa pacotilla de serrallo del que yo era parte.
Una mañana de Agosto Rossi despertó muerto en su cama. Se habló de unos dineros que él y Benavídez se debían mutuamente, se habló de lo infame de la recaudación del burdel y hasta de veneno; la mitología del barrio bajo y del lupanar hacen presumir muertes épicas, pero la verdad denuncia que la traición y el puñal por la espalda y la delación erigieron las décadas en las que yo era mozo. Benavídez decidió cerrar el burdel y amontonó a las pupilas en unos altos bien amueblados de Balvanera. Desde las seis de la mañana hasta que la beodez de algún cliente se hartase, era allí donde trabajaba mi madre.
Puede que no sea cierto y que mi memoria sea yerta, pero ella y yo no nos hablábamos. Mi madre tenía su propio cuarto en el burdel. Yo volvía a casa por las noches; a veces me acompañaba alguna muchacha no demasiado fatigada. Unos cuantos meses pasaron y Benavídez me mandó llamar. Había más lujos en su despacho en la comisaría. Los saludos fueron calurosos; podía decirse que cumplía bien mi misión. Me preguntó si quería tomar mujer; ya era tiempo de ostentar una y de hacerla trabajar para mí. Yo pedí a la Manca. Benavídez negó con la cabeza. En ese negociado lacónico se fue la única mujer que quise.
-Elija usted, patrón- me oí decir.
-Te doy a la Aldao- sentenció Benavídez.-Tiene experiencia y buena clientela.- La Aldao era para mí, quizás, demasiado. Había sido hembra de Benavídez y era ahora reticente estímulo a mi fidelidad. Barrunté que para ella la designación sería un castigo más. Benavídez descargó un par de consejos inservibles, me palmeó la espalda y me despidió. Sólo nos volveríamos a ver una vez, la última, pero en ese instante, como inocentes, ambos lo ignorábamos.
Mi posesión de la Aldao no llevaba un año cuando un cliente denunció a mi madre por robo. En el prostíbulo, la palabra del proveedor era ley. La Aldao, sin echarme una mirada, mandó desnudarla hasta la cintura y azotarla frente a las demás pupilas. Yo no abrí la boca. Esa noche mi madre se ahorcó. Para justificar la muerte, que quitaba del ámbito de Benavídez un ingreso, la Aldao me mandó colocar en el cuarto de mi madre unas monedas y un reloj; esa evidencia mendaz testimoniaba el delito. Yo obedecí. Benavídez pagó el entierro, y esa noche, por primera vez, la Aldao me pidió que durmiéramos juntos. La Aldao fue en esas horas de escasa luz mujer de una ternura agria, pero mi indolencia apenas lo notó; por dentro, yo sentía la convicción de hallarme en una suerte de estado de gracia: la sangre de mi padre cobijada entre los muros surcados por el opio, el rostro de mi madre ruborizado por la vergüenza y por la asfixia, el vagar de la Manca controlado por la obediente voluntad de otro varón, la tenaz amargura de la Aldao asentando sobre mí cabellos vestidos de falso rubio, añorando entre empellón y empellón el vigor de esos tiempos en los que fue la señora del señor. Yo había agotado, en tan pocos y tan débiles años, el ingenio del porvenir.
Una década duró el poder de Benavídez sobre esa porción de Buenos Aires que a todos se erguía como cosa inmensa. La realidad rastreará, cuando a alguien importe esa parte del tiempo en la que viví, que no eran más que unas cuantas manzanas y unas cuantas casas de citas que le costeaban un boato modesto. Decir diez años es sumar hasta una cifra fuera de toda perplejidad las veces que mi padre murió en sueños y las veces que a mi madre dejé morir en una mal fabricada horca; también, las veces en las que caminé tras la desierta sombra de la Manca, sin que me viese nunca; también, ese seco amancebamiento que fue el precepto de someter a la Aldao. El fin, cuando se acercó, fue, como las tormentas, presentido por todos, menos por Benavídez y por la Aldao. El hombre bajo y aindiado que yo había visto asomarse a la puerta del sótano donde murió mi padre me trajo noticia de una conjura. La gente de Benavídez se sentía mancillada en el último orgullo que sobrevive a la reputación del rufián y del tahúr: Benavídez, que había sabido ser generoso y que con bienes ganados con los afanes de las prostitutas había mandado a la Aldao a cometer despilfarros para que la plebe feliz lo quisiera por siempre en la cumbre, escatimaba ahora la paga, premiaba la prudencia y el recogido cumplimiento de su palabra y se comportaba más como un mal policía que como un buen ladrón. Las mujeres desganaban su ira sobre la clientela y la Aldao tenía en la cama la tibieza de las serpientes. En la desolada imaginación de cada quien nacía lentamente un ayer más copioso al que todos deseaban volver, aunque sucediera arrastrándose. Alguien, alguna módica heroicidad, debía romper con esa cotidiana tristeza.
La muerte de Benavídez se fijó para el viernes santo. El miércoles, a la vista de toda la seccional, fui a advertirlo. No le revelaría día ni hora ni mencionaría nombres; sólo le haría saber que era a esas alturas un condenado, y yo con él. No lo encontré y sobre su escritorio dejé una carta, que fue leída a mis espaldas con santa indignación por todos los juramentados. Yo así lo quise. Para que no se imbricara en mí la sospecha, el hampa y el personal de la comisaría fueron conmigo el jueves algo más amables que de costumbre; compartí con algunos de ellos la cena. Las pupilas me regalaron cortesía sin beneplácito, algunas hasta habían envejecido bajo mis órdenes; sólo la Aldao, que no estaba al tanto, se me aferró con la misma indiferencia de siempre. Por una vez quise dormir en paz y le indiqué por señas que nada querría saber hasta mañana. Aliviado, sabía que ese mañana no llegaría nunca.
En la madrugada del viernes sorprendí a las pupilas susurrando, como en todas las albas, en los suelos de las piezas. Fingían dormir, y yo me apresuré a creerles. En las primeras cuadras de Junín caminaba, altiva y nerviosa, la Manca. Se esforzó en no verme, pero cuando fui hacia ella y le entregué mi puñal, que ella había puesto en mis manos hacía tantos años, se azoró. Quizás hubiera querido decir algo, pero yo rocé con un dedo sus labios y apreté el paso. Sabía que en la plaza que daba a los fondos de la comisaría era donde esperaban encontrarme.
Hacia el mediodía, desde la seccional se escucharon destrozos y una turbamulta se congregó para ver pasar a Benavídez, golpeado, injuriado, escarnecido; con una cuerda atada a su cuello lo obligaron a caminar como a un perro hasta el sitio de la ejecución. Cuando llegaron hasta mí, hubo algún maltrato, pero me reservaron mayormente el insulto y la mirada furiosa. Me hicieron arrodillar, quizás yo fuera a morir como habían matado a mi padre; mientras tanto, a Benavidez lo despenaban a golpes. Una caja en donde acopiaba botín era violentada. Antes del disparo en mi cabeza, vi a la Aldao, desnuda hasta la cintura, azotada, deshecha a puñaladas, dominando su esquina.